La tragedia griega ofrece uno de los mejores retratos de la sociedad contemporánea, decía el dramaturgo alemán Heiner Müller; de ahí su carácter intemporal.
El mito se convierte en símbolo y, como tal, posee distintos planos de significación.
En la puesta en escena de Elektra 25 nada es indiferente, cada elemento es una señal. El juego con las bañeras de metal codifica el cuchillo que nos hiere, representa la destrucción de la sociedad, y se transforma en útero, ataúd, o tambor; sus sonidos dolientes se ensamblan al discurso e imagen para ofrecernos un espectáculo cuyo diseño es un catálogo de emociones sobre la condición humana.
Elektra, «un animal salvaje con el abdomen hueco», es ella misma y además necesita del otro para ser. Alberga un dialogo latente con lo más desgarrado de su interior revelando la intensidad y el tránsito por las sombras que invaden nuestros sentidos. Custodia los valores del linaje donde la justicia tiene una esencia divina y arrastra al héroe al deber sagrado de vengador.
Lo escuchamos en las voces corales: Es preciso deslizar algunas dulces palabras en los oídos de este hombre para que se lance imprudentemente en el combate oculto de la justicia.
Coros y ritmos como santo y seña de Atalaya, cuyos personajes se inclinan y postran en tierra, en esa hondura que clava la carne contra el cielo del que brota un reguero de sangre.
Esta sólida compañía nos ofrece una sucesión de escenas, cuya belleza extraordinaria y terrible es una danza de antorchas en el aire. Su luz perpetúa la venganza en la familia de los Atridas.
Aullidos, llamas, misterios que nos deslumbran e inquietan son los responsables de su eternidad.
Orestes y Elektra no consiguen esa paz que anhelan. Salimos del teatro marcados por un espectáculo que borbotea en nuestros ojos como una revelación pictórica y nos confronta ante el espejo. Quizás Anna Ajmátova nos descubra una pista: Y en el espejo mi doble es tal vez mi contrario.
Mar Blanco,
Concejala de Cultura.